Los humanos somos una especie emocional. Criaturas que experimentan y responden a la emoción de forma visceral. Es lo que nos conecta, lo que genera empatía y nos lleva a reaccionar tanto de forma positiva como negativa frente a los demás. Por eso los personajes principales de las novelas y películas son suelen ser proactivos. Actúan y sufren conflictos —internos y externos— que les llevan a transformarse. Al menos eso es lo que espero encontrar en un protagonista al leer un libro o ver una película.
¿Tú también? Supongo que sí. Porque no nos engañemos, nos gusta ver sufrir a los personajes, aunque también queremos ver como superan sus obstáculos. Vivimos con ellos una especie de catarsis, de terapia improvisada que nos prepara psicológicamente para enfrentarnos a nuestras propias dudas, miedos, defectos y remordimientos.
Ese cambio en el personaje es lo que en literatura se denomina el arco dramático. Es el responsable de que empaticemos con la historia y el protagonista, y como te decía, lo que esperamos encontrar en las novelas la gran mayoría de lectores. Pero a veces esa magia sencillamente no ocurre. De hecho en estas últimas semanas me ha sucedido en dos ocasiones. Con un libro y también con un thriller: Toda una vida de Robert Seethaler y Tres anuncios en las afueras de Martin McDonagh. En ambas ocasiones el personaje principal me ha noqueado porque no tiene un desarrollo emocional y psicológico de transformación. Y sin embargo, ambos productos tienen una repercusión tremenda (no hay más que ver la lista de “oscarizables” para el cuatro de marzo o las entusiastas reseñas del libro).
Así las cosas, puse la centrifugadora en marcha. ¿Por qué unos personajes que no mutan, que no se transforman gustan tanto? Puede que cada ejemplo responda a una de las dos caras de la misma moneda.